Ovidio
Fastos
Libro III
Marzo. Día 15: Ana Perenna
El día de las Idus es el festival del genio de Ana Perenna, no lejos de tus riberas, Tíber, advenedizo. Se reúne la plebe y echándose por doquier en la hierba verde, se pone a beber, y cada cual se recuesta con su pareja. Algunos aguantan a cielo raso; unos pocos ponen tiendas; otros levantan una chabola de hojas y ramas; otra parte, así que han levantado cañas a manera de rígidas columnas, colocan encima las togas extendidas. Sin embargo entran en calor con el sol y el vino, y se desean tantos años como copas toman, y beben contándolas. Allí podrías encontrar al que se bebe los años de Néstor y la que se convierte en la Sibila con las copas que se toma. Allí también cantan lo que aprenden en el teatro y baten hábilmente las palmas siguiendo la letra; colocan un cráter en el suelo y ejecutan duras danzas, y una muchacha ataviada baila con el pelo suelto. Cuando viene de vuelta, van haciendo eses y son el espectáculo de la gente, y los grupos con que se topan los llaman afortunados. No hace mucho me tropecé con una romería (me ha parecido digno de referir). Una vieja borracha llevaba a rastras a un viejo borracho. Pero cuál sea esta diosa, puesto que anda extraviada entre rumores, no es mi propósito que lo oculte mi narración. Dido, digna de compasión, se había quemado en la pasión de Eneas, se había quemado en la pira levantada para su propia muerte. Fueron recogidas sus cenizas, y en el mármol de su tumba había este pequeño poema que dejó ella misma al morir:
Eneas le deparó el motivo de su muerte y la espada. Pero Dido cayó por obra de su propia mano.
Inmediatamente los númidas invadieron el reino sin su defensora, y el moro Yarbas tomó posesión de la casa conquistada, y acordándose del desprecio de que había sido objeto, dijo: «A pesar de todo, he aquí que yo, a quien tantas veces rechazó ella, disfruto del tálamo de Elisa». Los tirios huyeron a la desbandada adonde el azar llevó a cada uno, como cuando se desparraman las abejas indecisas al perder al rey. Por tercera vez la mies había llegado a la era para ser trillada y por tercera vez el mosto había ido a parar a los lagares cóncavos. Ana fue expulsada de su casa y dejó las murallas de su hermana derramando lágrimas. Antes cumplió con el justo deber para con su hermana. Las blandas cenizas bebieron los ungüentos mezclados con las lágrimas, y recibieron los pelos arrancados de su cabeza. Por tres veces dijo: «¡Adiós!»; por tres veces se acercó y holló con su boca las cenizas, y en ellas le pareció que seguía estando su hermana. Haciéndose con un bajel y con compañeros para la huida, se escurrió viento en popa, mientras volvía la mirada hacia las murallas, dulce obra de su hermana. Mélite es una isla fértil, vecina de la estéril Cosira, que baten las aguas del mar líbico. A ella se dirigió, confiando en la antigua hospitalidad del rey. Su anfitrión era allí el rey Bato, rico en recursos. Una vez que supo la desventura de las dos hermanas, le dijo: «Por muy poca cosa que sea esta tierra, es tuya». Y, con todo, hubiera mantenido el don de la hospitalidad hasta límites extremos, pero sintió miedo del gran poder de Pigmalión. El sol había pasado revista por dos veces a sus astros, corría al tercer año, y había que agenciarse una nueva tierra para el destierro. El hermano se avecinaba, presentando batalla. El rey, que temía las armas, dijo: «Nosotros no somos guerreros, tú ponte a salvo huyendo». Huyó, tal como se le había ordenado, confiando el barco al viento y a las olas: el hermano era más peligroso que cualquier mar.
Cerca de las corriente ricas en peces del Crátide pedregoso existe un pequeño campo; la población indígena lo llama Cámere. Hacia allí dirigió su rumbo, y no distaba más de lo que pueden alcanzar nueve tiros de honda. Las velas se desarbolaron al principio y quedaron a merced de la brisa voluble. El capitán dijo: «Surcad las aguas a remo». Y mientras se disponían a plegar las velas con las marras tortuosas el Noto, arrebatado, golpeó la corva popa, y el capitán, que luchaba en vano, se vio arrastrado a mar abierta, y la tierra, que había aparecido, se perdió de vista. Saltó el oleaje y el mar se resolvió desde el fondo del abismo, y el casco se tragó las aguas blanquecinas. El viento venció a la técnica y el piloto no hacía ya uso de los mandos; él también pedía ayuda con plegarias. La desterrada fenicia se vio arrojada a las aguas encrespadas y cubrió sus ojos humedecidos, protegiéndose en la ropa. Entonces, por primera vez, la hermana llamó dichosa a Dido y a cualquier mujer cuyos restos se ha tragado la tierra. Un fuerte soplo encalló la nave en la costa laurentina y, mientras todos salieron a flote, la nave se la tragó el agua y desapareció. Ya el justo Eneas se había visto compensado con el reino y con la hija de Latino y había mezclado a dos pueblos. Mientras enfilaba con los pies descalzos un camino oculto por la costa que le había correspondido en lote, acompañado sólo por Acates, la vio yendo de un lado para otro, y no podía creer que era Ana: «¿A qué iba ella a venir a los campos latinos?». Mientras Eneas decía esto consigo mismo, Acates gritó: «¡Es Ana!». Al oír su nombre ella levantó la cara. ¡Ay! ¿Se pondrá a huir? ¿Qué podía hacer? ¿Qué sima de la tierra buscará? Ante sus ojos estaba el hado de su desgraciada hermana. El héroe citereo se dio cuenta y le habló temblando como estaba (pero lloraba conmovido por tu recuerdo, Elisa): «Ana, por esta tierra que en otro tiempo solías oír que un hado más feliz me daba, te juro, y por los dioses compañeros ha poco establecidos en este asentamiento, que fueron ellos los que tantas veces censuraron mis demoras. Sin embargo, mi miedo no era de la muerte, ese miedo estaba lejos. ¡Ay de mí! Ella fue más valerosa de lo que se puede creer. No me lo cuentes; yo vi las heridas indignas de aquel cuerpo, cuando me atrevía a visitar las mansiones del Tártaro. Pero ¡ea! tanto si tus proyectos te han traído a nuestras costas como si ha sido la divinidad, disfruta tú de los beneficios de mi reino. Mucho te debo a ti, lo recuerdo, y todo a Elisa. En tu nombre propio serás gratificada, y gratificada en el de tu hermana». En quien tal decía (pues no le quedaba otra esperanza) creyó, y abandonó sus idas y venidas. Y cuando entró en la mansión vestida a la moda tiria, empezó Eneas (el resto del grupo guardaba silencio): «Un motivo justo tengo para presentarte a ésta, esposa Lavinia; consumí de náufrago sus bienes. Es originaria de Tiro y poseyó un reino en la costa líbica; te pido que la ames como a una hermana querida». Lavinia hizo toda clase de promesas y en su alma callada reprimió la imaginaria herida, disimulando su indignación. Y como veía que antes sus propios ojos y abiertamente le llevaban muchos regalos, pensó que también le enviaban muchos a ocultas. No tenía decidido qué hacer. Sentía un odio furibundo y preparaba un golpe bajo, y deseaba morir vengándose. Era de noche. Delante del lecho de Ana le pareció a ésta que se levantaba Dido ensangrentada y con el pelo desgreñado, y que le decía: «Huye, no lo dudes, huye de una casa entristecida». Tras estas palabras, la brisa impulsó la puerta quejumbrosa. Se levantó de un salto y se lanzó rápidamente por una ventana baja, a ras de tierra: el propio miedo la había hecho atrevida. Y corrió por done la empujaba el miedo, cubriéndose con la túnica arremangada, como una gacela atemorizada al oír a los lobos. Se cree que Numicio, portador de cuernos, la arrebató en sus aguas encrespadas y la ocultó en su lago. Entretanto buscaban a la sidonia con gran clamor a través de los campos. Aparecieron señales y marcas de los pies. Habían llegado a la ribera: en la ribera había huellas. El río cómplice mantuvo calladas a las aguas. Pareció que hablaba ella misma: «Soy la ninfa del apacible Numicio; oculta perennemente en el río me llamo Ana Perenna». Acto seguido se pusieron a comer contentos recorriendo los campos y se festejaron a sí mismos y al día con generoso vino.
Para algunos ella es la luna porque completa el año con los meses; otros creen que es Temis, y otros, que es la novilla de Ínaco. Encontrarás, Ana, quienes te llamen la ninfa Azánida y digan que tú diste a Júpiter los primeros alimentos. También ha llegado a mis oídos la opinión que voy a relatar y que no dista de la creencia verdadera. La plebe antigua, cuando aún no tenía la garantía de los tribunos, escapó y se instaló en la cima del Monte Sacro. Ya les faltaba también el alimento que habían llevado consigo y el trigo apropiado para las necesidades humanas. De las Bovilas, un arrabal de la ciudad, era originaria una tal Ana, una vieja pobre, pero de grandes recursos. Con el pelo canoso ceñido por una mitra de poco peso, aderezaba tortas rústicas con sus manos temblonas, y de este modo, humeantes todavía, solía repartirlas entre el pueblo por la mañana. Tal abastecimiento resultaba grato a la gente. Cuando se hizo la paz en la ciudad, levantaron una estatua a Perenna por haberles ayudado cuando estuvieron necesitados.
Ana y Marte
Ahora me queda por decir por qué las muchachas cantan canciones obscenas; pues efectivamente se reúnen y cantan determinadas chocarrerías. Hacía poco que la habían declarado diosa. Gradivo se llegó a Ana y, llamándola aparte, tuvo con ella el siguiente coloquio: «Se te venera durante mi mes; he unido mi estación contigo; tengo grandes esperanzas en el servicio que puedes hacerme. Portador de armas como soy, me abraso absorto en el amor de Minerva, portadora de armas, y desde largo tiempo alimento esta herida. Haz que ella y yo, dioses de funciones parejas, podamos unirnos. Esta misión te cuadra bien a ti, amable vieja». Esto dijo. Ella engañó al dios con una promesa vana y con sospechosas tardanzas daba largas a su necia esperanza. Ante la insistencia del dios, le dijo: «He realizado tu encargo; ella ha sido conquistada y al fin ha respondido a tus ruegos». El enamorado lo creyó y preparó la alcoba. A ella acudió Ana, como la novia que iba a casarse, con la cara cubierta. Al ir a darle un beso, Marte vio de pronto a Ana: ya la vergüenza de haber sido engañado, ya la rabia, le entró al dios. La nueva diosa se rió del enamorado de su querida Minerva, y ninguna otra cosa fue más agradable a Venus que ésta. A partir de entonces se cantan chanzas antiguas y palabras obscenas y produce regocijo que Ana hubiese engañado a un gran dios.