Caco
Caco en La Eneida
«Mira primeramente esa roca suspendida de esos riscos, mira esas moles dispersas en una vasta extensión,
esa desierta cueva en el monte y ese gran hacinamiento de derruídos peñascos;
allí hubo una espaciosa caverna, inaccesible a los rayos del sol,
en que habitaba el horrible monstruo Caco,
medio hombre y medio fiera; su suelo estaba siempre empapado de caliente sangre;
en sus odiosas puertas pendían clavadas multitud de pálidas y sangrientas cabezas.
Vulcano era su padre; por la boca arrojaba las negras llamas de aquel dios y su cuerpo
se movía como una inmensa mole. Por fin, el tiempo concedió a nuestras súplicas que
acudiese una divinidad en nuestro auxilio y, en efecto, el gran vengador Alcides,
soberbio con la muerte y los despojos del triple Gerión, vino aquí vencedor, pastoreando
sus enormes toros, que ocupaban todo el valle y las márgenes del río. Caco entonces,
excitado por las furias, y para nada hubiese que no intentase en punto a maldad y dolo,
sustrajo de la majada cuatro excelentes toros y otras tantas hermosísimas becerras, y para
que sus pisadas no dieran indicio del robo, se los llevaba a su cueva tirándolos de la cola,
con lo que desaparecía todo rastro del hurto, y los escondía tras una opaca peña; ninguna
señal podía guiar a la cueva para buscarlos. Sucedió, pues, que cuando ya el hijo de
Anfitrión
iba sacando de las majadas su rebaño bien pastado y se disponía a la partida, empezaron los
toros a mugir, llenando con sus lamentos todo el bosque y las colinas que iban abandonando,
a cuya voz respondió, mugiendo en la vasta caverna, una de las becerras robadas, burlando así
las esperanzas de Caco. Enfurécese con esto Alcides y arde en su pecho negra hiel; empuña
rabioso sus armas, su ñudosa maza, y se lanza a la cumbre del empinado monte. Entonces por
primera vez nuestros mayores vieron a Caco trémulo y turbados los ojos; huye más rápido que
el euro y se encamina a su cueva; el miedo le pone alas en los pies. Luego que se encerró
y que, rompiendo las cadenas que lo sostenían, hubo desprendido un enorme peñasco que
pendía del techo, dispuesto así por arte de su padre, con lo que fortificó reciamente
la entrada de su cueva, he aquí que llega Tirintio ardiendo en ira
y empieza a registrarlo
todo en busca de la entrada, llevando los ojos de aquí para allá y rechinándole los dientes.
Tres veces explotando en ira exploró todo el monte Aventino, tres veces embiste en vano el
peñón que cierra la boca de la cueva, tres veces vuelve cansado a sentarse en el valle.
Alzábase a espalda de la caverna una altísima y aguda roca, tajada por todos lados, lugar
a propósito para que anidasen en él las aves de rapiña. Como aquella roca se inclinaba
hacia la izquierda sobre el río, Hércules, empujándola con todas sus fuerzas por la derecha
la hizo estremecer y la descuajó por fin de sus profundas raíces; precipítase con esto de
repente, haciendo retumbar con su caída el inmenso éter; estallan las riberas desmenuzadas,
el río retrocede como aterrado. En esto aparecieron descubiertos el antro y el inmenso
palacio de Caco y se vieron patentes sus tenebrosas cavernas; no de otra suerta que si
entreabriéndose la tierra a impulso de poderoso empuje nos descubriese las infernales moradas
y los pálidos reinos, aborrecidos de los dioses, veríamos el horrendo báratro y a la
súbita irrupción de la luz se estremecerían los manes. Así el monstruo, sobrecogido de
súbito por la inesperada claridad del día, y encerrado en su hueca peña, empezó a lanzar
rugidos más espantosos que de costumbre, mientras Alcides desde lo alto le acribilla a
flechazos, echa mano de toda clase de armas y precipita sobre él troncos de árboles y
enormes piedras. Entonces el monstruo, viendo que no le queda medio de huir de aquel peligro,
empieza, ¡oh prodigio!, a arrojar por las fauces enormes bocanadas de humo, envolviendo la
caverna en negras sombras, que lo sustraen a la vista, y aglomera bajo su mansión una humeante
noche en que el fuego se mezcla con las tinieblas. No pudo ya Alcides reprimir su rabia, y
precipitándose de un salto en medio del fuego, allí donde ondean las más densas humaredas,
donde más hierve la negra niebla que llena la vasta caverna, allí agarra a Caco, que vanamente
vomitaba llamas en medio de la oscuridad, le enlaza con sus robustos brazos y le comprime
hasta hacerle saltar los ojos de sus órbitas y arrojar por la seca garganta un chorro de sangre.
Arrancada de pronto la puerta, ábrese la negra cueva y descúbrense a la luz del día las
becerras robadas y todas las rapiñas que negaba el perjuro. Acuden algunas gentes y sacan
de la cueva, arrastrándolo por los pies, el informe cadáver, sin acertar a saciarse de mirar
aquellos terribles ojos, aquel rostro, el cerdoso pecho de aquella especie de fiera
y los fuegos apagados en sus fauces (…)».
Fragmento de La Eneida, Virgilio. Libro VIII.